Hace tiempo vengo preguntándome ¿Qué sería del ser humano sin la lluvia?
He querido buscar tantas razones que
puedan contestar a esa pregunta que al cerrar los ojos llovía en mi propia
mente.
Esos días en los que sales sin
paraguas y es la lluvia la que te alerta de tu olvidadiza cabeza. Da menos
miedo el mordisco de un gato que la lluvia haciendo manantiales dentro de la
mochila o sobre tu ropa. Luego te paras a pensar que es de las personas que
viven entre paredes callejeras y es cuando llover te produce dolor. Deja
de gustarte mojarte sin motivos porque sabes que cuando llegues a casa tienes
una toalla para secarte e incluso electricidad para enchufarte al calor que te
proporciona el invierno.
Encuentras parejas por la calle que
sin decir nada, bajo un mismo paraguas, hablan sus miradas “te concedo esta
lluvia para besarme”. Y es ahí cuando el paraguas forma parte de una
sonata y su mango se convierte en candelabro para iluminar ese amor que se
trasluce haciendo desaparecer la muchedumbre a su alrededor.
Anocheceres bajo tu manta, café en
mano y encontrando el momento perfecto. El beso mágico que te quite las ganas
de estar despierta y sumirte a la llamada de Morfeo.
Han sido tantas las veces que he
escrito con el bolígrafo mientras llueve que cuando me he querido dar cuenta
creía que salía agua en vez de tinta.
Siento la tristeza de esas pobres
nubes bajo ese manto grisáceo. La lluvia en su mirada, viendo como éstas caen
en alcantarillas desplazándose hacia el mar y desapareciendo una a una sumiéndose
en esa acumulación de partículas acuáticas dándonos vida en verano y paz en
invierno.