Reina Roja Jack Escarcha El intercambio Lucía en la noche El Paciente Casi, casi No es mío El jardín del gigante

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Ahí estaba mi cuerpo. Debatiéndose entre la vida y la cama. No era usual en mí despertar tan tarde; porque mi cuerpo sabía que no eran horarios, comunes en mí, para abrir los ojos al mundo.
Todo comenzó aquel seis de abril de una época moderna. Era de madrugada y mi cuerpo se unía a un robusto y musculoso individuo que con su respiración entrecortada me obligaba a seguir besando su espalda. En mi cabeza era normal que el remordimiento, o mejor dicho los pensamientos impuros se contrapusieran a los problemas que tanto tiempo me costaron olvidar pero que tan presente estaban en mis noches de lujuria. Solía recordar mi “arte muerto” y mi triunfo hundido junto a las palabras de una mujer a la que no llamaría madre y los murmullos de un hombre que moría en mis brazos. Mi memoria evocaba palabras que a pesar de no quería escucharlas tampoco tenía porqué oírlas ya que nadie me hablaba, sólo eran invocaciones de mi pasado.


   - Papá no te vayas – decía una niña con vocecilla de adolescente en marcha.

   - No Chloe. No muero. Sólo voy a un lugar mejor, donde poder disfrutar – contestaba un hombre que dejaba cada sequedad en el aliento a un lado para despedir a la que fue la niña de sus ojos durante catorce largos años.

   - ¡Mentira!. ¿Por qué no puedes hacerlo con nosotros? ¡No me abandones papá! – gritaba una y otra vez mientras una madre desolada arrancaba de los ojos de la niña a su padre medio moribundo en la cama.

Eso, digamos que fue lo que pasó en líneas generales. Ahora ni tengo a mi padre y digamos que me esfumé de mi madre. Haciendo alusión a mi “arte muerto” sólo debo decir que mis intentos de ser una pintora famosa o una best-seller quedaron en el olvido gracias a Mindie, exacto mi madre. 
Cuando hacemos alusión a lo sensual nuestra cabeza directamente asemeja la palabra a un cuerpo semidesnudo que carece de celulitis, estrías, varices, un vientre plano, unos pechos exuberantes, un cabello que podría tapar hasta el más mínimo detalle.

Lo cierto es que no apreciamos la sensualidad de un mordisco en el labio, de una caricia de ojos cerrados, entrelazar las manos al pasear o un simple mirar de pupilas inocentes que luchan por abrir y comerse a la opuesta.

Hipocresía en el ambiente, risas despojándose del cuerpo amorfo y dedos señalando huesos ajenos a nuestro metabolismo. Miradas de desprecio, de celos y envidia. Palabras de reproche, tristeza y desajuste existencial.

Cuando el hambre se convierte en necesidad.

Acostumbrados a ver las desdichas de los del exterior que cuando lo externo lo tienes tan dentro de ti no te cabe la menor duda de que las lágrimas resurgen de la nada y te hacen sensibilizar al más miserable de los demonios.

Cuando la ayuda que recibes es necesaria pero no correspondida, cuando la canción que a los demás le parece alegre a ti te hace melancolías el corazón.

Lágrimas en la cuenca de tus ojos, evaporizar tus pestañas, quemar tus mejillas y caer cual rosa marchita al suelo haciendo de este ácido que abre los poros de tu piel uno a uno haciendo que las emociones y sentimientos estén a flor de piel. El Sol se hace Luna, el día oscuridad y las sonrisas convexas se tornan media Luna volcadas hacia el abismo, cayendo en la cuenta de la tristeza melancolizada, del ser o no ser y del vivir para sufrir, ¿a quién le importa morir?.

Que difícil es hablar viviendo en silencio.

Hubo algunos momentos en que mi garganta ahogada el miedo me sugestionaba y me retraía dejando perecer mi suerte.


Es tan complicado hablar viviendo en silencio que cuando el lobo rozaba mis mejillas, de la manera más desdichada, dejaba en mi un recorrido de sangre entre mis labios para que no pudiera abrirlos; o sólo en el momento de los reproches.